Por Yamiri
Rodríguez Madrid
La semana pasada
regresaba de la Ciudad de México hacia Xalapa por la vía terrestre. Llegue con
tiempo de sobra a la Terminal de Autobuses de Pasajeros de Oriente (TAPO), por
lo que me senté a un costado de la zona de comida rápida a revisar mi correo.
Encontré una silla vacía junto a un señor de más de 70 años que devoraba una
inmensa torta, más grande que su rostro. A su otro costado estaba una señora un
poco más joven que él, que le preguntaba su nombre y hace cuántos años había
muerto su esposa.
Llamó mi
atención su diálogo porque él le respondía que lo bueno es que pronto, muy
pronto, otra vez se reuniría con ella y ansiaba ese momento. La mujer le pedía
no dijera eso, pero el anuncio de la salida de su camión la hizo despedirse
apresuradamente de él. Entonces el señor en cuestión me preguntó la hora: 14:35
le respondí y me dio las gracias. Como
yo tenía tiempo de sobre le pregunté cuánto le faltaba para irse, pues mi
intención era avisarle antes, a fin de que no lo perdiera.
“Me voy de aquí
hasta las 9 y media de la noche”, me respondió. “Voy hasta Zamora, Michoacán”.
Sorprendida por todo el tiempo que tendría que esperar, le pregunté por qué no
se fue a la terminal norte para llegar más pronto a Michoacán.
“No está usted
para saberlo, pero no traigo un solo peso en la bolsa ni para un agua porque
ayer me deportaron junto con unos compañeros”.
Comenzó entonces a narrarme su viacrucis. Tenía 12 años trabajando en
Atlanta, hasta la fatídica noche del lunes, cuando la migra les cayó en el
restaurante donde laboraban. No le dio
tiempo de tomar nada. Salió de Estados Unidos tal y como llegó: con lo que
traía puesto.
Cuando llegó al
vecino país del norte encontró trabajo como lava losas y ahí descubrió su
pasión: cocinar. Se fue fijando cómo lo hacían los cocineros encargados, hasta
que aprendió. Así trabajó todo este tiempo en restaurantes orientales: chino,
coreanos, taiwaneses.
Regresó como se
fue: con la preocupación de qué será de él, mientras esperaba durante varias
horas más a que su hijo llegará desde Zamora por él. En Estados Unidos no les permitieron ninguna
llamada. Al aterrizar a las 3 de la mañana en la Ciudad de México una
trabajadora de Migración les “hizo el favor”, a él y unos cuántos más, de
comunicarles a sus familiares que los acababan de deportar.
Como este hombre
hay cientos de mexicanos que corren la misma mala suerte y, con la peor
fortuna, de no poder encontrar en sus comunidades de origen una oportunidad
para tener una vida digna. Es el viacrucis del migrante.
@YamiriRodriguez
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